Si alguna mañana tardábamos en salir de la cama más de la cuenta, llegaba ella, ataviada ya desde primeras horas con su delantal de flores, en el que siempre, indudablemente, había enganchado un imperdible y prendida en el bolsillo una pinza de tender la ropa, como si de artículos de emergencia se trataran. Nunca supe porqué los llevaba, cuál era la utilidad de esos dos sencillos artilugios en aquel delantal que, al menos en mi recuerdo, duró años y años.
- ¡Arriba!, ¡vamos!, que tienen que aviarse y marchar para el colegio.
Si alguna de nosotras todavía se resistía a permanecer arropada en el calor de las mantas, ella no dudaba de echar mano del trapo, o del palo del plumero y apuntar a nuestro trasero. No intentaba hacer daño, sólo fastidiarnos, y lo conseguía, sin duda lo conseguía, sobre todo con el dichoso plumero. Creo que por eso yo nunca me he querido comprar uno.
Ella siempre nos hablaba de usted, decía que lo de tutear era de mala educación, así se lo habían enseñado de chica en su pueblo, decía. No había ido al cole, desde pequeña tuvo que ayudar a su familia en el trabajo del campo, de la casa, de los cerdos, cuidar de sus hermanos pequeños, y cuando apenas había pasado la edad en la que debería haber estado jugando con sus amigas o tonteando con los muchachos del pueblo, tuvo que empezar a cuidar de sus hijos.
A mí ya me parecía muy mayor cuando venía a casa a echarle una mano a mi madre en las tareas de un hogar que debía serlo para ocho personas y un perro. Recuerdo sus manos, huesudas pero fuertes, de piel áspera, con los nudillos anchos y sobrecargados, pero nunca fueran unas manos cansadas o débiles. Trabajaba duro, y aunque nunca trató de ser dulce o de mimarnos como haría cualquier mujer de su edad a seis niños que apenas pudieron llegar a conocer a sus abuelas, nunca dejó de enseñarnos, de inculcarnos valores de los que entonces no entendíamos, de asentar en nuestras infantiles cabezas pequeñeces como el respeto, la dignidad o la responsabilidad. Ahora lo pienso y no dudo en que al menos un poco, sí que actuó de abuela para nosotros.
La última vez que la ví fue hace un par de años. Y aunque nunca supe su edad, seguía igual de mayor como yo la recordaba. Bromeé con mi hermana -¿oye, por qué Julia no envejece y nosotras lo hacemos más de lo que nos gustaría?-. Aunque aparentaba estar igual de fuerte que cuando fregaba toda la casa con vinagre, o cuando limpiaba las ventanas sin miedo a asomarse excesivamente desde un undécimo piso, había algo que ahora parecía sumarle años, y es que ya necesitaba la compañía de un bastón
Después de tanto tiempo, y sin haber sabido nada nuevo de esta gran señora, el otro día soñé con ella. No fue un sueño raro, ni desubicado, ni sinsentido, como suele suceder. Fue más bien un recuerdo de ella con su delantal limpiando en la casa que sigue siendo hogar para toda la familia aunque allí ya sólo viva mi madre. Un recuerdo que se apoderó de mí mientras dormía, y que me hizo despertar pensando que tenía siete años, que volvía a medir un metro, que las preocupaciones no existían, y que estaba otra vez en la cama de arriba de la litera roja de la que era mi habitación y la de dos de mis hermanas. Volví a acurrucarme bajo el edredón, me gustaba la sensación. Pero ella no vino a obligarme a salir a punta de plumero.
- ¡Arriba!, ¡vamos!, que tienen que aviarse y marchar para el colegio.
Si alguna de nosotras todavía se resistía a permanecer arropada en el calor de las mantas, ella no dudaba de echar mano del trapo, o del palo del plumero y apuntar a nuestro trasero. No intentaba hacer daño, sólo fastidiarnos, y lo conseguía, sin duda lo conseguía, sobre todo con el dichoso plumero. Creo que por eso yo nunca me he querido comprar uno.
Ella siempre nos hablaba de usted, decía que lo de tutear era de mala educación, así se lo habían enseñado de chica en su pueblo, decía. No había ido al cole, desde pequeña tuvo que ayudar a su familia en el trabajo del campo, de la casa, de los cerdos, cuidar de sus hermanos pequeños, y cuando apenas había pasado la edad en la que debería haber estado jugando con sus amigas o tonteando con los muchachos del pueblo, tuvo que empezar a cuidar de sus hijos.
A mí ya me parecía muy mayor cuando venía a casa a echarle una mano a mi madre en las tareas de un hogar que debía serlo para ocho personas y un perro. Recuerdo sus manos, huesudas pero fuertes, de piel áspera, con los nudillos anchos y sobrecargados, pero nunca fueran unas manos cansadas o débiles. Trabajaba duro, y aunque nunca trató de ser dulce o de mimarnos como haría cualquier mujer de su edad a seis niños que apenas pudieron llegar a conocer a sus abuelas, nunca dejó de enseñarnos, de inculcarnos valores de los que entonces no entendíamos, de asentar en nuestras infantiles cabezas pequeñeces como el respeto, la dignidad o la responsabilidad. Ahora lo pienso y no dudo en que al menos un poco, sí que actuó de abuela para nosotros.
La última vez que la ví fue hace un par de años. Y aunque nunca supe su edad, seguía igual de mayor como yo la recordaba. Bromeé con mi hermana -¿oye, por qué Julia no envejece y nosotras lo hacemos más de lo que nos gustaría?-. Aunque aparentaba estar igual de fuerte que cuando fregaba toda la casa con vinagre, o cuando limpiaba las ventanas sin miedo a asomarse excesivamente desde un undécimo piso, había algo que ahora parecía sumarle años, y es que ya necesitaba la compañía de un bastón
Después de tanto tiempo, y sin haber sabido nada nuevo de esta gran señora, el otro día soñé con ella. No fue un sueño raro, ni desubicado, ni sinsentido, como suele suceder. Fue más bien un recuerdo de ella con su delantal limpiando en la casa que sigue siendo hogar para toda la familia aunque allí ya sólo viva mi madre. Un recuerdo que se apoderó de mí mientras dormía, y que me hizo despertar pensando que tenía siete años, que volvía a medir un metro, que las preocupaciones no existían, y que estaba otra vez en la cama de arriba de la litera roja de la que era mi habitación y la de dos de mis hermanas. Volví a acurrucarme bajo el edredón, me gustaba la sensación. Pero ella no vino a obligarme a salir a punta de plumero.